Oda a Villa Eugenia
Alberto Gómez Font
En Madrid, verano del 2019
Fue en abril de 1987, y aquella visión causó de inmediato una fascinación, un enamoramiento: hubo flechazo. Estaba yo hospedado en el Hotel Marco Polo y subía (le pendiente es notable) por la calle que lo comunica con el bulevar Pasteur, y allí la vi, quieta, muda, triste, con su nombre a la entrada del jardín abandonado, mágico, en letras de cerámica —baldosines—. Villa Eugenia. Pasé por Tánger camino de Fez, para asistir allí a un curso de árabe dialectal marroquí (dáriya) organizado por la tangerina Cecilia Fernández Suzor, a la sazón directora del Centro Cultural Español de aquella ciudad, y para pronunciar una conferencia, en los actos incluidos de dicho curso, titulada «Ediciones de obras en español para el aprendizaje del árabe dialectal marroquí».
Tardé algunos años en volver a verla, ya a principios de la década de los 90 del siglo XX, y allí seguía, impertérrita, viendo pasar los días, las semanas, los meses y los años; soportando, sola, sin compañía, los veranos, y los inviernos y los otoños, y disfrutando, callada, las primaveras, cuando seguían apareciendo flores en el jardín, se formaban efímeros riachuelos con las lluvias, y volvían los trinos de los pájaros.
Y llegó en día en el que tuve que buscarle una vivienda a Beltrán Llauradó Bofill, tangerino-catalán que iba a ser el protagonista, casi siempre secundario, pero no por ello menos importante, de la segunda parte de los cuentos que escribí y coleccioné con el título de Cócteles tangerinos. De pronto se me ocurrió que Villa Eugenia podía ser el sitio perfecto para instalar al personaje, y que en sus jardines se podrán organizar las fiestas de mis historias, y que en sus habitaciones se podrían hospedar los amigos de Beltrán de paso por Tánger.
El primer cuento en el que apareció Villa Eugenia se tituló Cóctel hamman, y debí de escribirlo allá por 1998. Esta fue su primera aparición:
«[…] Desayunaron en la terraza del café, entretenidos con el ir y venir incesante de los viandantes que iban o volvían de la medina, y desde allí fueron dándose un paseo por el bulevar hasta llegar a la altura del hotel Rembrandt, torcieron a la izquierda y tomaron la calle que baja hacia la playa hasta llegar a Villa Eugenia, una preciosa casa modernista rodeada de un inmenso jardín algo descuidado, pero con el encanto de todos los jardines que fueron bien diseñados y que aún conservan la huella de las primeras manos que los mimaron. Llamaron al timbre y acudió raudo, a pesar de su dificultad para andar, Alí, el viejo jardinero, que parecía llevar allí aún más tiempo que las altas palmeras que jalonaban el sendero desde la verja hasta la casa. En el porche los esperaba Beltrán, el primogénito de los Llauradó, la familia catalana que habitaba Villa Eugenia desde finales de la década de los cuarenta, quien los invitó a sentarse allí mismo y les ofreció su segundo desayuno, esta vez al estilo marroquí: té con hierbabuena, sfench con huevo frito, aceitunas, queso fresco de cabra, smen y pan beldi».
«[…] Terminaron de desayunar y Beltrán les enseñó el jardín, explicándoles cada rincón y cada planta, hasta llegar a una zona donde había un pequeño huerto circundado por una verja bajita de madera y en el centro un árbol también bajito y cargado de fruta: un mandarino. Omar tomó la palabra para contarle a su amiga que ese arbolito tenía algo más de seiscientos años, detalle importante teniendo en cuenta que los mandarinos no suelen durar tanto, ni mucho menos, y que lo había plantado allí Ibn Batuta, viajero tangerino del siglo XIV, que trajo las semillas desde la China. Ibn Batuta murió y pasaron muchos años sin que nadie hiciera caso del árbol ni aprovechara sus frutos, hasta que a mediados del siglo XVIII compró ese terreno un italiano con intereses comerciales en Tánger, probó la fruta, se la enseñó a algunos amigos, estos comenzaron a plantar mandarinos en sus jardines y en sus huertos, y algunos decenios después, en el siglo XIX, ya era habitual el consumo de mandarinas, llamadas por entonces naranjas tangerinas,. Pronto llegaron a España y su cultivo se expandió por los demás países mediterráneos, donde siguieron llamando tangerinas a esas frutas jugosas, dulces y aromáticas, que más tarde recibirían en español y en otras lenguas el nombre de mandarinas por su origen chino y por el color parecido al de la seda con la que se vestían los mandarines japoneses, país intermedio en el viaje de esas frutas, en barcos portugueses, desde oriente hasta occidente. A Melissa siempre le habían encantado las mandarinas, y estaba fascinada con la historia de cómo llegaron a Tánger, y maravillada con la posibilidad de probar una arrancándola con sus propias manos del árbol que plantó Ibn Batuta... y la arrancó, y la olió un rato, y la peló parsimoniosamente, y se llevó a los labios uno de sus gajos, y lo masticó despacio, disfrutando del jugo fresco, ácido y dulce que inundaba su boca. Mientras tanto Beltrán indicó al jardinero que recogiese un par de docenas, las dispusiese en un cesto y se las obsequiara a su invitada».
Tras esa primera mención de Villa Eugenia, y ya instalado allí Beltrán Llauradó, la casa de la que me había enamorado siguió apareciendo en mis relatos, y uno de ellos, titulado Cóctel alheña, se publicó en una página de internet:
«[…] decidieron hacer una gran fiesta y Beltrán propuso que fuera en Villa Eugenia, su casa de Tánger. Esperaron a la primavera y se reunieron otra vez todos los socios de la cofradía de filibusteros, además de algunos amigos íntimos del anfitrión que estaban enterados del “negocio”».
Y quiso el destino que un antiguo habitante —este real— de la mansión abandonada, en su búsqueda de documentos sobre el hogar de su infancia diese con mi texto. Así fue cómo, hace ya algunos años, un día llegó a mi buzón de correo electrónico un mensaje firmado por el autor de este libro, Enrique Sancho Bisquerra, en Jerusalén, en el que, extrañado ver mencionada su casa, me preguntaba qué relación tenía yo con ella. Se lo conté, me mandó fotos de Villa Eugenia en los años en los que estaba habitada, y otras de la época en la que ya estaba vacía, y me contó que intentó comprarla, pero el precio (el jardín tenía 3000 metros cuadrados) excedía a sus posibilidades.
Pasó tiempo sin que volviéramos a hablar, y en ese lapso ocurrió la catástrofe: derribaron Villa Eugenia y en el terreno del jardín edificaron un enorme —y horrendo— edificio de apartamentos… Se me ocurrió entonces buscar a Enrique para volver a hablar de la casa en la que él vivió y de la que yo me enamoré, y lo encontré, y quedamos para almorzar en una de sus visitas a Madrid. Fue entonces cuando nació este libro: me dijo que tenía ganas de escribir sobre su infancia tangerina y me pidió que lo ayudara. Le sugería que fuera un relato teñido de magia, pues Tánger es mágica, en el que la casa apareciera de vez en cuando, por las noches, y solo pudieran verla algunos elegidos; le gustó la idea, y fue cambiándola hasta decidir que la protagonista, además de Villa Eugenia, sería su tía abuela Esperanza Chappory, fallecida a principios del siglo XX, a la que le daría permiso para aparecer y contar historias de su Tánger. Así surgió la novela que hoy tiene usted en sus manos: Esperanza en Tánger.
Seguimos reuniéndonos en Madrid cada vez que Enrique venía por aquí, y continuamos lanzando ideas para su historia, hasta que por fin se lanzó a escribir y a mí me tocó el papel —muy enriquecedor para mi experiencia como escritor— de revisar sus textos, corregirlos, y modificarlos con algunos añadidos de mi cosecha. Fue una experiencia muy bonita, y ya legada a su final siento cierta tristeza —sé que vosotros dos también, Esperanza y Enrique—, pues me gustaría hacer seguido leyendo y coescribiendo los relatos que semanalmente me mandaba el autor.
Y sepan ustedes que tanto Enrique Sancho Bisquerra como Alberto Gómez Font siguen viendo a Villa Eugenia cada vez que, tras tomar unas cervezas en el bar Number One, bajan, de noche, por la cuesta desde el Hotel Rembrandt hacia el Hotel Marco Polo, y al llegar a la avenida de España vuelven a pasear por el bulevar con palmeras.